miércoles, 21 de julio de 2010

Memorias de un Sombrero de copa



En 1962, año en el que Barcelona sufrió la gran nevada, la ciudad tenía 1.557.863 habitantes entre los que se encontraba un pequeño de 10 años con ojos curiosos siempre en busca de algo con que saciar su sed de conocimientos.

- Josep Maria Puig Soler vine de seguida!

Si hay una generalización cierta es, sin lugar a dudas, que cuando una madre llama a su hijo por su nombre completo y apellidos se avecina una reprimenda de las que hacen historia, y Josep no estaba por la labor de recibirla.

Pegado a la pared que comunicaba la portería en la que vivían con la escalera, se deslizó hasta la pequeña puerta entreabierta y, con su agilidad infantil, se escabulló de los gritos de su madre.

Una vez en la calle tomó una gran bocanada de aire y echó a correr Passeig de Gràcia abajo riéndose de forma nerviosa, sintiendo la euforia propia de una fuga victoriosa.

Aquella tarde de Mayo el sol jugueteaba con las hojas de los árboles y la ciudad rezumaba vida.

En su carrera llegó a Plaça Catalunya y se entretuvo provocando el vuelo de las palomas, persiguiéndolas y gritando como un bárbaro.

Pasados unos minutos el juego había perdido toda su gracia. Así que Josep se enfundó las manos en los bolsillos de su pantalón corto y siguió caminando ramblas abajo hasta llegar a la rambla donde pollos, tórtolas, conejos y demás animales domésticos se exponían para su venta.

- Bona tarda Josep

- Bona tarda Don Biel

- ¿Qué me cuentas chico?

- Poca cosa señor. No hay manera de convencer a mi madre- decía el niño encogiendo los hombros y mirando a un pequeño cachorro negro que estaba en una caja de cartón frente a él.

- Bueno hombre, tú sigue intentándolo, ya sabes que la insistencia puede…

- …derrumbar las más fuertes murallas, sí lo sé Don Biel –se frotó la nariz con la manga de la camisa y se enderezó- bueno, me marcho. Que tenga usted un buen día.

- Tú también pequeño.

Subió de nuevo hacia Plaça Catalunya y giró a la derecha por la calle Canuda. Como todos los días se asomó al gran portón del Ateneo Barcelonés y observó la escalinata mientras se mordía el labio inferior. Sabía que en la planta de arriba había un jardín y una sala donde jugaban al ajedrez, pero nunca había conseguido entrar.

Tras comprobar que no había nadie en el interior echó a correr subiendo los escalones de dos en dos, abrió bruscamente la puerta de cristal y ¡zas! se dio de bruces contra el conserje.

- ¿Otra vez tú?

El hombre agarró el brazo del pequeño con brusquedad, abrió la puerta que acababa de atravesar como una exhalación y tiró de él escaleras abajo.

- ¡Me hace daño, oiga!- protestó

- No te lo haría si dejaras de intentar entrar.

- Pero ¿por qué no puedo entrar?

- Porque no eres más que un mocoso – Josep se zafó de la mano que aprisionaba su brazo y se cuadró- Además no eres socio. ¡Vete a jugar a otra parte!

El chiquillo volvió a meter las manos en sus bolsillos y se dirigió a la puerta arrastrando los pies. Al llegar a ella, miró hacia atrás para comprobar que, efectivamente, el bedel le observaba, dio entonces un puntapié al dintel y salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia Portal de l’Àngel.

No dejó de correr hasta que llegó a la catedral. Se paró, apoyó las manos en las rodillas y respiró profundamente.

Una vez recuperado el aliento siguió andando sin un rumbo marcado. En la calle de la Princesa número once Josep frenó en seco. Era una tienda con la fachada de madera color rojo sangre, en el letrero se podía leer en letras doradas: El Rey de la Magia. Sus escaparates captaron la atención del chico de inmediato.

Allí estaba yo junto a cartas, cubiletes, pelotas, dedales, flores de plumas y otros muchos artilugios que no supo definir. Miró entonces la puerta de dos hojas estrechas. Los cristales inferiores estaban cubiertos por una tela color escarlata colgada por la parte interior, lo cual impedía saber qué había al otro lado.

Intentó ver qué se escondía allí pegando la nariz al vidrio y la puerta cedió a penas unos centímetros. Josep se retiró en un acto reflejo, frunció el ceño, ladeo la cabeza y soltó un “bah” que ayudara a sacudirse esa sensación extraña de intriga con una pizca de temor.

Posó entonces su mano en la puerta y la abrió lentamente. Ésta rechinó y se quejó de ser abierta. Dentro, la iluminación era tenue y el espacio reducido.

Había una vitrina en la pared de la derecha que llegaba al techo y otra más bajita que hacía las veces de mostrador, enfrente otro mostrador y más allá una cortina negra con cuatro ases tejidos en terciopelo blanco. En la pared izquierda otra vitrina con objetos similares a los de los escaparates y fotos, varias fotos en blanco y negro.

Josep dio un pasó más y dejó libre la puerta que se cerró de golpe haciendo sonar una decena de campanillas. Aquel estallido de ruido le sobresaltó y se quedó parado con los ojos muy abiertos en el centro de la estancia.

- Tranquilo muchacho- el niño dio un salto al descubrir que junto a la pared de los retratos había un hombre sentado en una silla.

- Pe…perdone, es que … es que no le había visto

El hombre soltó una carcajada y se levantó con dificultad.

- Pero no porque fuera invisible que eso aún no lo he conseguido muchacho. Al estar la puerta abierta no podías verme, estaba tras ella.

- Ahá- acertó a decir mientras alzaba la vista y descubría las campanas causantes del alboroto.

Su interlocutor acercó y le tendió la mano. Él, aún mirando a su alrededor, la aceptó y ofreció la suya.

- Bienvenido al Rey de la Magia jovencito.

La puerta volvió a abrirse y entraron dos jóvenes de unos diecisiete años vestidos con pantalones largos de pinza y camisa blanca impoluta. Ambos llevaban consigo una cartera que Josep imaginó llena de libros.

El pequeño observó los zapatos de los nuevos visitantes. Eran como los de los señores que vivían en el piso de Gràcia. Debían estar estudiando para notario o médico porque su madre siempre que él le pedía unos zapatos nuevos como los de los vecinos le contestaba que ellos eran notarios, médicos, gente importante, y que cuando él fuera un notario conocido y respetado podría comprarse unos.

Pero Josep no quería ser notario, a él sólo le interesaban tres cosas: el ajedrez, averiguar como funcionaba la maquinaria de las cosas desmontándolas (para desesperación de su madre) y ver a la señorita Eulàlia subir las escaleras.

Y mientras pensaba en el movimiento de las caderas de la mujer escuchó aquella voz, una voz que se le quedaría grabada el resto de su vida. Una voz firme, regia y contundente.

- Buenas tardes caballeros

- Buenas tardes- contestaron los estudiantes al unísono

- Y ¿bien?- Josep intentó ver desde donde estaba al dueño de aquella voz, pero le era imposible y sentía cierto reparo a acercarse al grupo.

- Ya hemos terminado el libro que nos dio del padre Ciuró.

- Y supongo que ahora buscan algo de material.

El hombre que momentos antes le había dado la bienvenida apoyó su mano sobre los hombros del chiquillo y le invitó a aproximarse. De puntillas el mostrador le llegaba a la barbilla, suficiente para poder escrutar la figura que aparecía tras la cortina en ese momento con un objeto entre las manos, que a él le pareció ser muy preciado por la delicadeza con la que lo manipulaba.

El hombre al que pertenecían dichas manos era mucho más bajo que el que le había saludado al entrar, pero parecía un gigante. La expresión de su cara era serena y pétrea. Su nariz alargada y fina y su mandíbula cuadrada parecían haber sido talladas con cincel, solo sus cejas y sus pequeñas orejas suavizaban aquel rostro iluminado por una mirada llena de fuerza que no prestó atención al asombró del niño.

Aquello era importante. Cada movimiento, cada pose y expresión de aquél rostro formaban parte de un todo magnífico que culminaba con un hecho inesperado, imposible y la admiración de las cuatro personas que se encontraban allí.

¡Era magia, magia auténtica!

Tras varias demostraciones la mirada del mago se dirigió a Josep. El pequeño sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y creyó empequeñecer.

- Y usted, ¿qué desea?

- ¿Yo?, na… na… nada señor, ya me marchaba. Gra… gracias.

Tras una reverencia automática giró sobre sus talones y fue hasta la puerta con la mirada de los cuatro hombres colgada en la nuca y un sudor nervioso que le apremiaba a salir de allí.

El sonido de las campanillas le pareció una odiosa risa burlona, aceleró el paso hasta que se convirtió en una carrera y así, corriendo, llegó hasta el portal de su casa mordiendo todas las palabras que podía haber dicho.

Con la rabia en la mandíbula y en los puños entró en el rellano y se dirigió hacia la portería.

Un golpe certero y el escozor en la nuca le devolvieron a la realidad.

- ¿Pero se puede saber de dónde vienes?, tira “pa” dentro y tira “pa” dentro que como te coja…

Miró a su madre que alzaba la mano y movía la cabeza como signo de desaprobación tras de sí y entró en la portería con la cabeza gacha mientras escuchaba como un vecino se pronunciaba en su defensa.

- Pero mujer es sólo un muchacho

- Un muchacho que va a acabar conmigo a disgustos

Durante los siguientes días veía a Josep paseando por la calle Princesa delante de la tienda con la espalda muy recta y mirando de soslayo la entrada. Observaba como miraba a los clientes que se adentraban en el establecimiento con facilidad y sin temor, pero él sólo alcanzaba a petrificarse junto al escaparate con aquella pregunta clavada en la mente: Y usted, ¿qué desea? Sin llegar a encontrar una buena respuesta.

Y así pasaron varias semanas.

Una tarde en la que la indecisión hacía mella en su cuerpo junto a la puerta del establecimiento ésta se abrió. Un joven cargado de libros salía por ella intentando no perder ningún ejemplar en la maniobra y antes de cerrar miró al niño y le preguntó:

- ¿Pasas?

- ¿Yo?

- Sí, tú, ¿pasas?

- Eh… sí, sí

Al entrar Josep se tomó un poco más de tiempo en saborear cada detalle: el cortinaje de terciopelo rojo que cubría lo que parecía un altillo, las botellas de la vitrina más alta, el sonido del suelo de madera bajo sus pies, aquel olor tan especial que no conseguía definir pero que le agradaba y las diferentes reacciones de los allí presentes ante el espectáculo que se ofrecía tras el mostrador.

Se acercó un poco más situándose a un lado del mismo de tal forma que pudiera ver la cara de las tres personas que se encontraban en aquel momento en la tienda.

Sintió el despertar de la inocencia que dormitaba en ellos y cómo lo que acababan de ver había zarandeado todas sus creencias previas fijadas a conciencia en su razón, como surgía la sonrisa y luego la afirmación: “¡no es posible!”

Josep lo tenía claro, aquello era exactamente lo que deseaba.

Carraspeó mientras se erguía como cuando recitaba los reyes godos en la escuela y esperó la mirada del mago

- ¿Algún problema pequeño?

- No - aquella no era la pregunta para la que había estado buscando respuesta tanto tiempo. Sintió que la inseguridad intentaba instalarse de nuevo en su interior, pero no estaba dispuesto a pasar otro mes y medio sin decirle a aquel hombre lo que quería.

- Ningún problema señor, pero sí una pregunta- alcanzó a decir Josep.

El mago se dio por vencido ante la seguridad de aquel diminuto crío y su persistencia.

- ¿Y bien? ¿cuál es esa pregunta?

- ¿Qué hay que hacer para ser el mejor mago?

Una risa inundó la tienda, pero el muchacho se mantuvo firme y el mago vio esa mirada, aquella que hacía tiempo buscaba en sus discípulos, demasiado acostumbrados a conseguir todo lo que querían, y supo que no era un capricho de infante.

Por primera vez el gigante se puso a la altura del niño y le dijo unas palabras al oído, le tendió la mano y se forjó un pacto.

Aún hoy, antes de salir a escena, Josep acaricia mi ala y lanza una mirada al espejo. Y así, conmigo, su primer y único sombrero de copa, a modo de corona, rememora las palabras susurradas por quien fue su mentor en la magia durante tantos años y, mientras una voz conocida o extraña enumera sus éxitos, él sonríe recordando las risas de aquellos que sólo vieron en él a un niño demasiado pequeño como para ver por encima de un mostrador

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