miércoles, 8 de septiembre de 2010

Y tembló la tierra



El atardecer inundaba de colores cálidos toda la estancia transformando el paisaje y otorgándole un carácter poético, casi mágico que prácticamente había perdido con el tiempo y con lo que los blancos llamaban progreso. Era un regalo para los sentidos el ocaso del día. Sanuye en el crepúsculo de su vida se entristecía al presenciar aquel bello espectáculo, pues siendo poseedora de un tesoro, no podría legarlo a sus descendientes. Ese tesoro parecía inútil en aquella época que le había tocado vivir, ese bien no era otro que su lengua, el alma de su pueblo sometida al horrible y ridículo lenguaje del invasor, guardada en un rincón y olvidada por los suyos.


Así cuando ella muriera se llevaría consigo las historias de los grandes guerreros que tantas veces escuchó junto a un fuego de invierno, el nombre de sus dioses y como el coyote atravesó el gran río, la hegemonía y fuerza de los Salisha y su espíritu pacífico y conciliador, pero también fuerte, enérgico e inapelable, siempre respetuosos con la tierra, el aire, el fuego, los amigos y los enemigos. Todo esto desaparecería y pasaría a ser sólo una sombra perdida en una noche sin luna.

"¿Pero qué puedo hacer yo? Una mujer anciana y nativa, no puede hacer mucho hoy en día, sólo esperar que tiemble la tierra y llegue la muerte, sólo esperar." Pero Sanuye nunca se había rendido, nunca había desistido en toda su vida y decidió pedir ayuda a aquellos que hace mucho tiempo atrás habían protegido a su pueblo: los dioses.

"Y alzaré mi plegaria al sol y a su hermana luna, a los espíritus de mi pueblo en el firmamento y, aunque hace mucho que nos abandonasteis, y que mi pueblo se vio vejado, apartado de las tierras que moraban, obligado a adoptar la cultura, la lengua y el alma de aquellos que tomaron la tierra como suya y la dañaron con total impunidad, a vosotros me dirijo. Permitid, al menos, que quede en la memoria el nombre de un pueblo que vivió, sintió, pensó, habló y actuó de manera diferente. Permitidme que salve mi alma y la de los míos del olvido."

Aquella noche de luna llena Sanuye la pasó en vela, lanzando ruegos a las estrellas, derramando desesperadas lágrimas por aquello que todavía le daba un sentido a su existencia: su identidad.

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A varios centenares de kilómetros al sur de la reserva de la tribu Salisha yo daba vueltas en la cama intentando no pensar en el proyecto lingüístico de estudio de campo que había propuesto, el último de una larga lista. Y es que a pesar de haber sido una de las mejores de mi promoción todavía no había conseguido subvención alguna para ninguno de los proyectos que había presentado, y, aunque me negaba a aceptarlo, cada vez me parecía más obvio que en este constante rechazo jugaba, de alguna manera, un papel demasiado importante el hecho de que fuera una mujer.

Sin poder soportar estar ni un minuto más en aquella cama me levanté furiosa y me dirigí como una flecha hacia la ventana. Enérgicamente, con una violencia que me sorprendió, abrí de par en par sus hojas y dejé que la brisa del Pacífico alejara de mí todos aquellos pensamientos con su tonificante caricia salina.

Tras respirar profundamente volví a mi cama casi con pereza, dejando abierta aquella ventana a la esperanza y al fin, después de noches en vela, conseguí dormirme.

˜™

El insistente timbre del teléfono no paró de sonar la mañana siguiente, así que no tuve más remedio que coger el auricular y, en duermevela, escuchar la familiar voz del director de mi departamento de la Universidad a través del hilo telefónico.

-¿Alana O..Braidy?

-Ahá

-Alana, soy el Dr. Brian Hughs. ¿Alana, me oyes?

-Sí, sí, perdone, dígame.

-Buenas y malas noticias Alana ¿cuál quieres oír primero?

-Las buenas por favor, tal y como tengo la cabeza hoy no creo que soportara empezar el día recibiendo una mala noticia.

-Está bien. Pues allá va la buena noticia: ya tienes una subvención asignada para un proyecto, pero…

Di un salto de la cama y, por supuesto, sin apenas hacer ruido empecé a dar saltos por toda la habitación mientras la voz electrónica me reclamaba al otro lado de la línea. Pero ¿qué más habría que decir? Tenía mi subvención, tenía mi proyecto,… ¿mi proyecto?

-¿Alana? ¿O’Braidy? ¿Sigues ahí?, por favor Alana todavía no he acabado.

-Sí, sí, sigo aquí. Entonces ¿al fin tengo subvención para llevar a cabo mi proyecto?

-Bueno, en realidad tienes subvención para llevar a cabo un proyecto.

-¿Cómo que un proyecto?

-Llevarás acabo un estudio lingüístico en toda regla, pero no será el que tú propusiste.

-¿¡Qué!?

-Lo siento, hice lo posible, pero lo denegaron, ya sabes como funcionan las cosas...

-No, no lo se.

-Entiéndelo, el tema está así, pero conseguí que te incluyeran en un trabajo de campo muy importante de catalogación de lenguas, tenían una vacante y un fuerte candidato, pero tras mucho insistir te han tenido en cuenta. Sé que eres la persona más indicada para el puesto y que, por méritos propios, hace tiempo que deberías estar trabajando en esto, pero las cosas por desgracia no funcionan así. Te aseguro que es muy interesante…

Ya no prestaba atención a lo que Hughs me explicaba, ya no me interesaban sus ofertas. Mi proyecto, denegado, otra vez. ¿Por qué?

-Alana, hazme caso, no lo rechaces, es una oportunidad única, estarás tú sola, podrás demostrarles lo que vales, yo sé que eres muy buena, acepta el proyecto, al menos piénsatelo.

-Pero no lo entiendo – yo no quería tener que demostrar nada a nadie, ya había sacado las mejores notas en mi carrera, en el doctorado y en los dos master, para ello tuve que renunciar a gran parte de mi vida, a mi amor, a tantas cosas. Estaba harta de que se me exigiera más que al resto. El hastío me embargaba. – por ser mujer.

-Alana, no, no pienses eso. Sólo prométeme que vendrás mañana al despacho. Ven a verme, sólo considéralo ¿de acuerdo?

-Está bien, pero…

-Entonces mañana nos vemos.

La línea se cortó, la conversación, al menos en la práctica había acabado, pero yo sentía que me quedaban muchas cosas por decir, por replicar y preguntar, y, poco a poco mi cara se fue humedeciendo con agua salina. Pequeñas, pero incesantes lágrimas recorrían mi rostro precipitándose después sin remedio al vacío. Y, mientras las suicidas bañaban mi cara, decidí darle una oportunidad a ese trabajo taxonómico que había usurpado mi subvención.

˜™

Al día siguiente acudí a la cita con el Dr. Hughs, que siempre me había apoyado, y después de muchas dudas el proyecto se me hizo más atractivo ya que tenía sus retos. Se trataba de intentar recopilar la mayor cantidad posible de información semántica y morfosintáctica sobre lenguas que estaban prácticamente extintas, pero teniendo en cuenta el factor cultural de la lengua, es decir, que entraba en juego algunos criterios antropológicos además de los meramente lingüísticos.

Era una tarea inmensa, demasiado extensa para ser llevada a cabo por un solo grupo de personas, y esto derivó en la decisión de que era absolutamente necesario hacer pequeños grupos de trabajo de dos o tres personas que se centrarían en catalogar lenguas específicas.

Brian Hughs en un principio formó equipo conmigo de manera simbólica, ya que con su labor en la Universidad no podría desplazarse para realizar las tareas pertinentes del trabajo de campo. Pero quiso que constara su nombre, no para poder adquirir méritos, sino para paliar la posible lluvia de críticas y prejuicios hacia mi trabajo, y es que en 1985, aunque nadie quisiera reconocerlo, la diferencia entre los sexos seguía siendo importante a pesar de la revolución acaecida en los años cincuenta, sesenta y setenta. Así pues, para poder ocupar un cargo importante dentro de cualquier organización, una mujer tenía que renunciar a todo lo demás (familia, amor, etc.) y centrarse completamente en sus objetivos laborales y no personales, y, a menudo, ni siquiera de esta forma lo conseguía.

Por esta razón Brian quiso dar su nombre a mi trabajo como un padre da su apellido a un hijo para, de alguna manera, legitimarlo ante el mundo. Pero el hecho era que yo me creía (y me creo) tan válida como cualquier hombre para darle mí "apellido" (tan legítimo como cualquier otro) a mi "hijo" y ser madre soltera del resultado de mi investigación, de mi trabajo y esfuerzo, y única responsable de los posibles errores, pero también de los aciertos, y merecedora de las críticas y los aplausos.

Y así me había puesto en marcha con mi Renault 5, un coche europeo que había sido objeto de burlas por parte de mis compañeros por su pequeño tamaño, recorriendo parte de California, atravesando el estado de Oregón y Washington hasta llegar a la reserva de los Salisha entre Seattle y Vancouver.

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Era media tarde, y el sol se colaba entre las grandísimas coníferas que bordeaban el camino de la reserva cubriéndolo con sus ramas y formando un bello túnel natural, el cual se extendía un centenar de metros hasta una construcción de madera que daba la bienvenida al visitante con su sobriedad y robustez. Y, un poco más adelante, otras construcciones similares se distribuían en una zona despejada ya sin tanta vegetación junto a un precioso lago.

Unos niños correteaban vociferando por el poblado mientras varios adultos adecentaban los porches, o charlaban animadamente, pero toda actividad cesó cuando mi coche con su terrible ruido resonó en la pequeña plazuela. Y mi cara cambió de color para convertirse en una fresa que lentamente se escondía entre mis hombros ante la mirada expectante de los habitantes.

Paré el coche esperando alguna reacción por parte de aquel grupo de personas, tal vez un saludo o un acercamiento, pero nada ocurría y allí estaba yo, con mi cara de fresa y una sonrisa estúpida y nerviosa. "No podemos quedarnos en el coche todo el día, así que abre la puerta, sólo abre la puerta y sal del coche" me apremiaba a mí misma insistentemente y, después de unos segundos en los que nada pasaba, conseguí abrir la puerta y salir de mi Renault.

-Buenas, me llamo Alana O’Braidy, busco a- el papel, ¿dónde había metido el papel? Nunca encontraba nada en aquel bolso y, ese nombre, era incapaz de recordar ese nombre.

-Sanuye.- una voz grave y cálida interrumpió mis vacilaciones

-¿Perdón?- busqué con la mirada a la persona que me había hablado y descubrí entre mis espectadores a un muchacho de unos veinte años alto y fuerte como un roble con una lacia y negra melena parcialmente recogida en la nuca, que me miraba con ojos inexpresivos.

-¿Es usted de California?

-Sí - a penas podía contestar nada más, su mirada quemaba.

-Entonces es usted a la que la anciana Sanuye espera.- me esperaban.

-Ah, bien, y ¿dónde…?

Sin que me diera tiempo a acabar la frase el joven giró sobre sus talones y comenzó a andar mientras yo me apresuraba a recoger el material y seguirle y la aldea recuperaba su actividad cotidiana. Los niños seguían corriendo y jugando contentos de que hubiera dejado el coche en medio de la plaza y de poder utilizarlo como un elemento más en sus juegos.

-¿Debería mover el coche?- pregunté mientas recogía la carpeta que se me había resbalado entre las manos.

-No se preocupe no interrumpe el tráfico, es demasiado pequeño

¿Eso había sido un comentario irónico? Al menos lo había parecido así que dejé escapar una suave risa, que no tuvo respuesta de ningún tipo.

Al fin llegamos a la casa, era similar a las demás pero tenía el dibujo de un sol en el dintel de la puerta que llamó poderosamente mi atención. Para cuando reaccioné, el muchacho ya no estaba a mi lado y se alejaba sin mediar palabra. Vestía de forma bastante parecida a los chicos que veía en las calles de San Francisco: vaqueros, camiseta negra de manga corta y zapatillas. Pero su pelo, su forma de actuar y el magnetismo que emanaba le hacían claramente diferente a aquella juventud sin valores con la que me atrevía a compararle.

-Buenas tardes

-Eh, buenas tardes, ¿es usted…? - otra vez el dichoso nombre, ¿dónde habría metido el papel?

-Sanuye, me llamo Sanuye.

-Encantada, mi nombre es Alana O’Braidy

- Bien Alana O’Braidy ¿quieres pasar o prefieres quedarte ahí plantada?

Un aroma a hierbas aromáticas envolvía toda la estancia haciéndola acogedora y fresca. La chimenea ocupaba un lugar importante frente a la puerta de entrada y sobre ella dos retratos antiguos en sepia. En la primera un jefe indio en pie, firme como una roca coronado por su penacho de plumas, tenía una mirada inexpresiva y ardiente que me recordaba a la del chico de la larga melena que me había conducido hasta aquella casa. Y la segunda fotografía mostraba a una bella mujer con el pelo recogido en dos trenzas que le caían sobre los hombros, enmarcando una preciosa cara redonda de mandíbula marcada con unos ojos oscuros como la noche y unos labios tiernos. Y en su regazo una niña de unos tres años que resplandecía de alegría y rebosaba fuerza espiritual.

-¿Qué significa Alana?

-¿Perdón?

- Sanuye es el nombre de las nubes rojas del crepúsculo, y ¿Alana? ¿Qué significa Alana?-

- No sé, a mi madre le gustó como sonaba, supongo.

-No entiendo como vosotros podéis darles nombres a vuestros hijos vacíos de significado, pero entiendo por qué sus vidas tampoco lo tienen.

- No tienen el qué

- Significado, sentido. Al menos eso todavía lo mantenemos, pero pronto nos olvidaremos de nuestros nombres, nos olvidaremos de nosotros mismos.

Un silencio pesado casi claustrofóbico se apoderó de la pequeña casa y yo sentada frente a la anciana con la grabadora en la mano tenía una sensación de duelo, mientras miraba la expresión triste de una cara recia, pero hermosa, surcada por arrugas como su vida estaba surcada por experiencias inimaginables, por conocimientos importantísimos que yo quería recopilar y que ella deseaba compartir. Pero por alguna razón aquella tarde ninguna de las dos habló, miramos por la ventana hacia el lago, hasta que las nubes rojas del crepúsculo aparecieron y el rostro de mi anfitriona se ensombreció aún más. Fue entonces cuando empezó a hablar.

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Durante seis semanas aprendí que todo lo que hacemos a los demás y sobre todo a la tierra nos es devuelto, aunque no lo creamos, que el alba y el crepúsculo huelen de manera diferente, que mi nombre significa "reina", también el nombre de los vientos, las plantas, los árboles, las nubes y las estrellas me fueron enseñados.

Descubrí que en otras sociedades las mujeres son inmensamente respetadas ya que son capaces de dar vida. Que su sabiduría es muy valorada.

Soñé con el gran coyote que guió a los Salisha hasta el otro lado del gran río, y con el gran héroe Akecheta que luchó contra los Hurones y cuyo nombre significaba exactamente eso, luchador, y también con el hechicero Paytah (fuego) que me bendijo y me entregó la fuerza del oso de las montañas y el coraje del puma.

Y acabé enamorándome de la cultura, de la tierra, de la lengua y de la gente.

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Aquel día las dos mirábamos el ocaso como dos espectadoras de uno de los mejores teatros en butacas privilegiadas, y, al aparecer los primeros destellos naranjas, seguidos de los rosados y los rojos, Sanuye sonrió, y su mirada irradió una sensación de paz que rebotó en la pared e impactó en cada rincón de la sala y de mi cuerpo.

- Este atardecer es diferente Alana, ya no me entristece esperar el temblor de la tierra.

-¿El temblor?

-Mi gente siempre ha estado unida a la tierra, tanto que cuando la abandonamos para marchar al firmamento la tierra tiembla como una madre que presiente la partida de su hijo. Nunca he temido que la tierra temblase, pero antes de que vinieras sentí dolor, sentí tristeza por que no quería llevarme en mi viaje a las estrellas el alma de mi pueblo, sino sólo la mía. Y recé y le pedí a mis dioses que me enviaran a alguien que fuera digno de poseerla, de guardarla y de transmitirla para que no se pierda jamás toda la sabiduría que durante años mi pueblo atesoró con esmero.

Y los dioses que son sabios te enviaron a ti, una joven mujer, para que cuidaras de este tesoro. Y tú has aprendido a querer todo lo que era mío, y así enseñarás, como una madre enseña a su hijo, y esparcirás por el mundo, como se esparcen las semillas en septiembre, todo lo que te he mostrado.

Cuando la tierra tiemble, Alana, te daré las gracias y me marcharé con toda la alegría que nunca debí perder.

- Cuando la tierra tiemble- repetí inconscientemente y una diminuta lágrima se desprendió de mis pestañas y rodó por mi mejilla, como una mínima muestra del inmenso cariño que sentía por aquella mujer fuerte y regia que, a sus ochenta años, irradiaba fuerza, coraje, amor y sabiduría por todos los poros de su piel. Que volvía a parecerse a la niña de la foto de la chimenea.

Mas no derramé ni una sola gota más de agua salina, pues había entendido que ese final, como todos los finales, era necesario para que así pudiera existir un comienzo. Ella había aprovechado cada segundo de su vida y sentía que ya no tenía nada más que hacer. Y yo debía respetarlo

Con sus grandes manos Sanuye sujetó mi cara y aproximó mi cabeza a la suya dejándola descansar en su frente mientras me hablaba en lengua Salisha, y, con el arrullo de aquel idioma, mis inquietudes y preocupaciones desaparecieron poco a poco, como desaparece la niebla o se retira el mar con las mareas.

˜™

Ya era tarde y debía volver a San Francisco, pero me dolía marcharme, me apenaba dejar aquel lugar que me había aceptado como un miembro más de la comunidad, aquel asentamiento que ya casi consideraba mi hogar.

-He de marcharme- las palabras salieron a regañadientes de mi boca.

-Lo sé

-Prométeme que me contarás historias de los grandes jefes Salishas, sus guerreros, sus fuertes mujeres, prométeme que lo harás cuando vuelva, porque voy a volver.- Sanuye me acogió en su regazo mientras me acariciaba el pelo suavemente enredándolo con delicadeza entre sus dedos para después dejarlo libre.

-Lo haré mi reina, pero sigue tu camino.

"Mi camino. Sí, debía seguir y descubrir cuál era ese camino. Todos tenemos una senda que debemos recorrer aunque algunas veces nos desviamos de ella" Sin dejar de pensar me levanté decidida y cogí mis cosas.

Sanuye había abierto la puerta y me dio su bendición como cada vez que yo abandonaba su casa. Y mientras me alejaba sentía en todo momento su mirada en mi espalda, como una guardiana, y me supe segura.

Arranqué el coche y sonreí recordando la primera vez que yo entré con mi Renault 5 en aquella aldea, ¡cómo me miraron! Yo deduje que nunca habían visto un coche. Qué arrogante por mi parte, pues lo que nunca habían visto era un coche tan pequeño que hiciera tanto ruido. Una carcajada estalló en el automóvil en ese momento.

Mientras conducía de vuelta a casa por la autovía del estado de Oregón, orgullosa del trabajo que en esas seis semanas había llevado a cabo, admiré la labor que aquella anciana había hecho transmitiendo gran parte de un saber inmenso, los conocimientos de un pueblo que en su momento fue poderoso y hegemónico. Ella me había explicado que los conocimientos, los valores y en definitiva la educación habían pasado de madres a hijos, ya que eran las mujeres las encargadas de formar las cualidades internas de sus descendientes, pues los hombres ya se ocupaban de desarrollar las cualidades físicas de los mismos. Y por un momento intenté imaginar como sería un mundo en el que el inglés, mi lengua materna, estuviera a punto de desaparecer, ¿sería también entonces una mujer la encargada por cuestiones de azar de preservar parte de esa lengua?

No lo sabía, ni creo que llegue a saberlo nunca, solo sé que en el momento en que llegaba a San Francisco tuve una sensación extraña de seguridad.

Y, aquella noche en la reserva, tembló la tierra










Sara Fernández García

1 comentario:

  1. Me encanta =)'

    Aunque tal vez deberías dividirlo en varias entradas, - es típico el ver "Y tembló la tierra (I)", "Y tembló la tierra (II)", etc. -.

    Te he contestado al comentario.

    Nunca dejes de sorprenderme, nunca dejes de escribir.

    Un beso.

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