martes, 3 de julio de 2012

Historia de una mentirosa




Tenía veintiséis años, una cara bonita y había hecho de la mentira su mejor traje.
Empezó a mentir el día que le prohibieron comer más de un petitsuisse. No podía entender cómo algo tan delicioso podía hacerle algún mal y se negaba renunciar a ese placer, pero tampoco quería ver en la cara de sus padres aquella terrible mueca de enfado tras un dedo acusador. Su solución fue la mentira.
A partir de entonces descubrió una y mil formas de maquillar la verdad. Tantas que se perdió en el maquillaje y una mañana al mirarse al espejo no se encontró en su reflejo.
Sintió entonces que los años resbalaban por su vida como las gotas de lluvia por su ventana, precipitados por las falacias sin las que ya no sabía vivir.
Cada vez que alguien alababa su rostro, su sonrisa, su don de gentes, sus palabras amables o su discurso impecable, algo le  rasgaba el corazón y las entrañas, hasta tal punto que tenía la sensación de estar podrida por dentro. Apestaba y la única solución que aceptó fueron los perfumes; más mentiras.
Se sabía totalmente carente de facultades reales que le hicieran merecedora del cariño de los que le rodeaban, precisamente porque no había nada de cierto en su persona.
Le parecía tan irreal su vida que llegó a dudar que fuera realmente suya.
Pero era incapaz de romper con su enfermiza relación con la mentira.
La verdad le resultaba menos confortable, como si la falacia fuera un pico de heroína, como si ella fuera una drogodependiente.
Aceptaba los palos, reprimendas, gritos, llantos y acusaciones cuando una mentira quedaba al descubierto, y ya se sabe que siempre se descubren. Los aceptaba porque creía que de ellos sí era plena merecedora y, sorprendentemente, a pesar del dolor, le reconfortaban.
Su preciosa cara estaba ahora siempre llena de marcas que se hacía ella misma ante el reflejo ajeno que le mostraba el espejo, con la excusa de retirar espinillas inexistentes.
A pesar de esto seguía siendo atractiva para el género masculino y ella, con una mirada o con sólo cruzar un par de frases sabía qué buscaban en ella e interpretaba el papel requerido: damisela en apuros, vampiresa, ninfa, madre, adoradora de su virilidad, fiel compañera o fogosa amante.
Pero ¿cuál de todas esas mujeres era ella? Ninguna, o tal vez todas.
A sus veintiséis años se había enamorado tres veces. La primera se enamoró del hombre, las otras dos de las cualidades que ella no tenía ni podría tener mientras se aferrara a la falsedad: la nobleza, la determinación, la fidelidad…
Pero algo dentro de ella se rebeló contra la mentira y su cuerpo hizo obvio lo que había intentado ocultar con máscaras: estaba enferma.
Los kilos se acumularon en su hermoso cuerpo, el vello brotó de su rostro mientras su cabello se desprendía de su cuero cabelludo, sus dientes rechinaban por las noches y siempre tenía mal la garganta y no podía tragar, su cuerpo estaba ya rebosante de mentiras y no cabía una más.
Una noche, frente a su gran enemiga: ella misma en su reflejo, dijo “basta ya” y lloró amargamente, porque era consciente de que aquella era su mayor mentira.

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