miércoles, 28 de abril de 2010

Ella era un ser libre.

Tenía el pelo cortado por los hombros y negro como el carbón. Con sus ojos grandes atrapaba todos los detalles de la realidad que tenía a su alrededor y con su imaginación de 5 primaveras inventaba aquellas pinceladas que no encontraba en la manida realidad.
Era alta para su edad, una niña de redondos mofletes y luminosa sonrisa, pero había algo en las cosas que hacía que la situaban en una categoría diferente al resto.
Había aprendido gestos y modales de adulto que utilizaba en contadas ocasiones y desmenuzaba en las aventuras que vivía siempre en la soledad de su cuarto.
Por las tardes inventaba historias de esas que los adultos calificaban de inverosímiles y se las contaba a su hermano. Este la miraba tras los barrotes de la cuna con los ojos como platos hasta que el cansancio le vencía y acababa durmiéndose. En ese momento ella emulaba a la pantera rosa e intentaba salir de la habitación de puntillas y digo intentaba porque nunca lo conseguía.
Justo cuando aguantaba la respiración para cerrar la puerta escuchaba una risa infantil y luego un llanto finjido dentro de la cuna y, después de soltar el aire, se hacía la contrariada y volvía a entrar con la mente llena de cuentos.
Solía bailar siempre que escuchaba música sin importar dónde estuviera con la candidez de las convenciones no aprehendidas y la falta de normas de protocolo, aunque desde que fue un bebé el no y los reproches llenaron su vida, pero su ansia de expresar y crear era inmensa. Ella era un ser libre.
Odiaba la oscuridad y contaba hasta tres antes de apagar la luz de su habitación y recorrer el larguísimo pasillo como una exhalación hasta el salón, con los puños y los dientes apretados y los ojos medio cerrados. Pero era una entusiasta del cielo nocturno y del satélite selenita.
Aprendió a hablar antes de que salieran los dientes, a nadar casi antes de andar, a leer antes de entrar en la escuela, a bailar desde que tuvo consciencia de sus movimientos... Y después le enseñaron a callar, a no gritar, a no correr, a no decir, a no saltar, a no jugar, a no soñar, a no... y todo ello para protegerla de los riesgos de ser demasiado ella.
Poco a poco aprendió a encerrarse en sí misma y no en el armario, y sólo se sentía libre lejos de las miradas o bajo los focos.
Se acostumbró a que sus sueños no eran válidos ni secundados por aquellos que creía gigantes y cuando, unas décadas después de sus cuentos a la hora de la siesta, recuperó ese apoyo no supo como utilizarlo.

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