martes, 26 de enero de 2010

El lienzo





Con el crujir de la pesada puerta de madera, el olor a cera, humedad y ausencia me envolvió en un frío abrazo mientras uno de mis pies se adelantaba para entrar en la casa, lugar que hacía tiempo no me atrevía a llamar hogar y donde ahora resonaban cada uno de mis pasos recordándome el irrefrenable paso del tiempo, haciéndome consciente de que mi presencia en aquel pasillo era real a pesar de parecerme una pesadilla, una grotesca mentira.
Me detuve en el centro de la vivienda y un sudor frío recorrió mi espalda. Temía girar la cabeza, tenía miedo de levantar mi vista del suelo, pero pronto las formas geométricas de las baldosas, sobre las que pasó gran parte de mi vida, se desvanecieron ante la presencia de lágrimas. Lágrimas que había evitado mostrar durante los últimos tres días y que surgían ahora, tal vez por la confortabilidad de la soledad que me cobijaba de miradas ajenas, más interesadas en el morbo que en acompañar y consolar, o tal vez porque a pesar de todo echaba de menos al viejo, o porque nunca llegué a entender realmente a aquel hombre regio y distante al que siempre me pareció mirar desde abajo, aquel gigante de tez morena, barba pulcramente recortada y mirada inquisidora, o puede que fuera porque nunca me senté frente a él y le pregunté si me quería, ni le conté que ni siquiera huyendo de él y de todo lo que en esa casa me hería el alma había conseguido ser feliz, que sentía no haber sido lo suficientemente bueno, lo cual, si no lo dije fue, seguramente, por falta de valor.
Y ahora, allí estaba, veinte años después de marcharme de casa, primero a Barcelona y después a la bulliciosa Nueva York, un gran publicista, un gran hombre desplomándose de rodillas en un pasillo asolado por los sentimientos negados, por las ausencias de personas y de palabras, llorando como un niño, como supongo debí llorar hace dos décadas y me negué a hacer. Arrodillado, con mis brazos rodeando mi estómago y curvado hacia delante en una profunda y dolosa reverencia a mis recuerdos, mis miedos, mis padres.
En la habitación de la derecha mi hermana había preparado el cuerpo el día anterior y allí había pasado el viejo las horas previas al entierro. Durante las primeras horas de la tarde me mantuve ocupado abriendo la puerta, preparando agua limón, proveyendo de pastas y de medias informaciones sobre mi vida a todas aquellas personas que venían a velar al muerto, manteniéndome ocupado y apartando de mi mente los recuerdos que todo aquello me traía. En ningún momento miré al interior de aquella estancia.
Fue por la noche, con la caída del sol, cuando me sorprendí apoyado en el dintel de la puerta frente al ataúd, mirando al suelo, calmado, casi absorto, pero sin ninguna intención de levantar la vista. En aquel momento un brazo rodeó mi cintura y una cabeza se apoyó en mi hombro y me obligó suavemente a dar unos pasos al interior.
Hacía mucho desde la última vez que nos vimos, en la fiesta en la playa de la Babilònia, aquél verano de 1985, pero ella, que ahora rodeaba mi cuerpo con decisión, seguía oliendo a mar y a galán de noche.
Lo primero que vi fue su pelo, todavía negro y ondulado sobre mi hombro, su frente, tal vez no tan lisa, pero con la piel igual de dorada y de aspecto suave que yo recordaba, sus ojos marrones mirándome sin preguntar, sin acusar, sólo observándome y su carnosa boca vistiendo una dulce sonrisa. Mantuvimos la mirada durante un tiempo, tal vez un minuto, tal vez sólo un par de segundos o una hora, que más da.
Con sus manos guió mi cabeza y mi vista hacia el cadáver. Al intentar bajar de nuevo la mirada, ella me obligó a mantenerla firme, me obligó a hacer frente al hecho de que el viejo se había ido, y pude ver la cara de aquel gigante sumido en un sueño eterno, y me pareció que sonreía, que había encontrado en su muerte la felicidad que una vez perdió en vida.
Pero ahora ella no estaba para empujarme hacia esa estancia, estaba solo, realmente solo en aquella vieja casa. Asustado y asombrado de la dirección que habían tomado los hechos durante esa semana, desde la llamada de Rosario, mi hermana, escueta, clara:
-Mr. Martínez speaking
-¿Jose?
- Si
-Soy Rosario- primer silencio - tu hermana
-Ah, mmm, hola Rosario, eh, cuanto tiempo sin hablar cont…
- Déjalo Jose, la verdad, no sé si he hecho bien en llamarte.
- Claro mujer, sabes que puedes llamarme cuando quieras, somos hermanos ¿no?
- Eso dice el libro de familia
- Bueno Charo, no seas así, estoy algo ocupado, ya sabes.
- Sí, ya sé- segundo silencio.
- Bueno, y dime ¿cómo va todo?
- Padre se muere- frío y largo silencio- a penas una semana te queda de tiempo para volver a verle, si es que quieres.
- Pero ¿cómo que se muere?
- Está mayor, cansado y enfermo Jose; y… se muere.
- ¿Quieres que vaya?
- Tú decides, yo ya he cumplido, ahora la pelota está en tu tejado.
“Ahora la pelota está en tu tejado” frase típica del viejo. Y yo decidí jugarla y cogí un avión a los dos días hasta Madrid y otro hasta Alicante. En el Altet me esperaba mi hermana, una Charo de treinta y cinco años, embarazada y del brazo de un marido al que yo ni siquiera conocía.
Esa misma noche entré en la casa después de veinte años.
Él dormía en la habitación del patio y al verlo tan tranquilo, tan inofensivo me adentré en su gruta y me senté junto a su lecho. Le observé durante un rato sin hacer ruido y estudié su cara, más delgada y arrugada, el pelo del color de la nieve y una barba de dos días enmarcándole el rostro. Sus manos estaban invadidas por pequeñas manchas marrones y parecían ser de cera y haber perdido toda la fortaleza que un tiempo poseyeron. No le recordaba tan mayor, debía tener unos 74 años y una vida llena de decepciones y golpes a sus espaldas.
Mientras yo le observaba su respiración cambió, no era agitada, pero sí fuerte y profunda, y supe lo que pasaba. Con miedo desanduve el camino que mis ojos habían recorrido y pronto me crucé con los suyos.
Murió mirándome en aquella cama, en aquella habitación, la noche de mi vuelta.
Avanzando, lento, primero un pie, luego el otro acompañado por el resto del cuerpo, con gran esfuerzo, entré en la habitación ahora vacía, rodeé la cama y apoyé mi espalda contra el armario sin apartar la vista del catre. La colcha de ganchillo que mi madre había tejido hace más de cuarenta años, pulcramente extendida, caía como una cascada de espuma, nívea, inmaculada, pero… en el borde, ¿qué era aquello? ¿un hilo rojo?. Me agaché y al hacerlo mi jersey se enganchó en el abridor de la puerta del armario, la cual cedió y quedó entreabierta.
Una vez me liberé de mi atacante de madera no pude evitar echar un vistazo a los secretos que en él se guardaban. Y lo abrí del todo. Dentro, sólo un caballete con un álbum de fotos una caja de pinturas al óleo y un lienzo en blanco.
-¿Un lienzo?
Con cuidado saqué el álbum y la caja de pinturas y los trasladé hasta el tocador de caoba donde tantas veces vi a mi madre peinar su lacia melena negra y pintar sus labios de un rojo intenso. Posé mi mano sobre las curvas del espejo y las seguí reconociéndolas con la yema de mis dedos, bajé el brazo y me apoyé sobre el álbum, miré a mi izquierda y vi el lienzo y el caballete, recostados contra el fondo del armario con aspecto melancólico.
Me acerqué a ellos y los liberé de su oscuro y polvoriento encierro de olvido. Dejé el lienzo sobre el taburete y abrí el caballete, colocándolo frente a la ventana, recuperé aquel cuadro inconcluso, aquel cuadro en potencia que alguien ni siquiera llegó a empezar y lo expuse a los tenues rayos rojizos del atardecer lejos de la penumbra del armario en la que había estado recluído durante... ¿cuánto tiempo?
Sentado en el taburete, con los codos sobre el tocador y la cara entre mis manos miraba el caballete a través del espejo, como quien espía a un extraño, haciendo cabalas sobre quién podría ser su dueño. Bajé la vista hasta el álbum y con curiosidad y cierto temor levanté su tapa color sangre, dentro, una margarita y mi madre, joven, sonriente, bella y llena de vida, mirando directamente al objetivo, mirándome con sus grandes ojos claros, a mí, de nuevo. Y sentí las lágrimas brotar de mis ojos impacientes y asombrados ante la visión de la fotografía en sepia que tenía delante. Una sensación de ansiosa curiosidad llenó mi cuerpo y, ahora sí, con más seguridad exploré los secretos de aquel álbum. Descubriendo fotografías de mis padres que ni siquiera recordaba haber visto: su boda, con los almendros en flor -posiblemente en un viaje a Andalucía-, sobre la arena de la playa con aquellos bañadores de principios de los 60, mil sonrisas, mil recuerdos.
Pero una de ellas llamó poderosamente mi atención, en ella aparecía el viejo, tan sonriente como en las demás, de pie conmigo sobre sus hombros, rodeados de pinos y vistiendo prendas de verano. La sujeté con ambas manos y la alcé hasta mis ojos para examinar cada detalle de aquel recuerdo que me parecía totalmente alieno a la vida que yo había recorrido, al hacerlo descubrí en el espejo que había algo escrito en el reverso de la foto con tinta azul:
" Mi querido niño, pase lo que pase en tu vida recuerda que los límites están en tu mirada, recuerda lo amplios que son los tuyos, tú que una vez viste el mundo sobre los hombros de un gigante. Esperanza"
- Sobre los hombros de un gigante, sobre los tuyos viejo.
Las lágrimas dieron paso a las risas al rescatar entre las hojas unos cuantos retratos a carboncillo de mi madre, un boceto de un desnudo de mujer encinta probablemente también de ella, todos firmados con una margarita, todos con alguna poesía en el reverso con la rúbrica de Esperanza, dando las gracias al autor de aquellas pequeñas obras de arte.
Cuidadosamente cerré el álbum manteniendo mi mano izquierda sobre su tapa con los ojos cerrados, sintiendo la fuerza de aquellos retales de vida, de tiempos felices, e intenté absorber toda aquella alegría para paliar con ella el dolor, para fertilizar mi yermo corazón. Recuperando o adquiriendo recuerdos de días de pascua en el canal del tío Batiste, de tardes de verano y agua limón, de sol y levante.
Pero necesitaba más, necesitaba saciar mi curiosidad, comprender, no estaba seguro de qué o a quién buscaba exactamente, pero fue como si algo me sacudiera como si un torbellino tomara mi cuerpo y la locura se apoderara de mi mente. Abría cada cajón, revisaba cada rincón de cada habitación de la casa con el delirio de un adicto sin encontrar nada, nada más que siguiera proveyéndome de sonrisas, caricias, cariño, pero seguía resistiéndome a creer que ese álbum fuera todo lo que había.
Desesperado, con los ojos llenos de salinidad furiosa y los dientes apretados volví a la habitación, me senté en el taburete y rompí a llorar de nuevo, esta vez de rabia, de impotencia, esta vez por mí. Derramé mi ira contra el hombre que se había marchado sin hablar conmigo, sin compartir nada con su hijo, como un desconocido. Lloré reprochándole a mi madre que me traicionara muriéndose y privándome de sus caricias y sus palabras. Y grité, grité tan fuerte que todos los fantasmas que yo había creado y guardado casi como protección, todas aquellas mentiras y medias verdades que siempre había utilizado como fuerte para defenderme temblaron perdiendo su equilibrio y desmoronándose.
La noche transcurrió lenta como una tortura mientras yo, absorto, con los ojos secos y la mirada fija en aquel lienzo, tan blanco, tan inconcluso, tan agotadoramente incomprensible, sentía que las fuerzas junto con la cólera se me iban. Y fue entonces cuando recordé:
- Las pinturas- dije en voz alta.
Con ansiedad abrí la caja tirando varios tubos de pintura al óleo por la brusquedad del movimiento. Sin ni siquiera dignarme a recogerlos o a mirarlos escudriñé en el interior del continente, sintiéndome satisfecho y casi eufórico al hallar en aquel cofre del tesoro una carta, un sobre con un nombre: Jose Francisco, el nombre del viejo.
"Mi amor, mi vida, si algo me apena al saber que mi partida está próxima es ser consciente de que no podré pasar más tiempo contigo y con nuestros maravillosos hijos, de que nunca volveré a posar para ti mi adorado pintor. Y aunque sé, que después de este abandono, involuntario por mi parte, no tengo derecho a pedirte nada, te suplico una última cosa, por favor Jose sigue pintando tu vida y la de nuestros hijos, porque en cada trazo, en cada color reside la esencia de tu alma y sin alma no se puede vivir.
No tengo miedo a morir mi amor, sólo a perderte, pero aún me aterra más que tú y los niños impidáis que me marche. Quédate con todos los amaneceres que hemos compartido, quédate con mi recuerdo, pero sigue dándole color al futuro y enseña a los pequeños a dibujar el suyo.
Un gran beso.
Esperanza"
Con la boca abierta me acerqué al lienzo y lo abracé apretándolo contra mi cuerpo intentando sentir la consternación y la impotencia del viejo, de mi padre, de aquel pintor que perdió su alma junto con su corazón, de aquella persona increíblemente fuerte que no llegué a conocer en vida, pues ambos nos negamos a dejar a Esperanza partir y el competir por su fantasma nos enfrentó. Y ahora sentía su fuerza, sentía su grandeza.
El amanecer me sorprendió frente al espejo, rodeado de fotos, margaritas secas, dibujos de carboncillo, poesías y del lienzo, con una hoja en blanco en la mesa y un lápiz en mi mano. Mi padre pintaba lo que veía, lo que llevaba dentro, su alma, con colores, yo lo pintaría con palabras.
"Con el crujir de la pesada puerta de madera...”

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